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Crecimiento Espiritual

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Krishnamurti

Diario II

Octubre 12, 1973



Un gurú muy conocido vino a verlo una vez más. Estaban sentados en un hermoso jardín rodeado de muros; el verde césped se hallaba muy bien cuidado; había rosas, guisantes de olor, brillantes caléndulas amarillas y otras flores del norte oriental. El muro y los árboles mantenían alejado el ruido de los pocos automóviles que pasaban; el aire estaba impregnado con el perfume de muchas flores. En el anochecer, una familia de chacales solía salir del oculto refugio que tenía bajo un árbol; habían cavado un gran agujero donde la madre tenía a sus tres cachorros. Formaban un grupo de saludable aspecto, y enseguida, después del crepúsculo, la madre salía con ellos manteniéndose cerca de los árboles. Detrás de la casa había basura y más tarde irían a buscarla. También vivía una familia de mangostas; todos los atardeceres, la madre, con su hocico rosado y su larga y gruesa cola, salía del escondite seguida por sus dos gatitos, uno detrás del otro; arrimados al muro, también se dirigían a la parte trasera de la cocina donde algunas veces les dejaban cosas. Ellos mantenían el jardín libre de culebras. Jamás parecían haberse cruzado con los chacales, pero si lo hicieran, se dejarían mutuamente en paz.


El gurú había anunciado unos días antes que deseaba hacer una visita. Llegó, y más tarde vinieron en torren-tes sus discípulos. Tocaron sus pies como una señal de gran respeto. Querían también tocar los pies del otro hombre, pero él no quiso que lo hicieran; les explicó que eso era degradante, pero la tradición y la esperanza del cielo eran demasiado fuertes en ellos. El gurú no quiso entrar en la casa, ya que había hecho votos de no entrar jamás en un hogar de gente casada. El cielo estaba intensamente azul en esa mañana y las sombras eran largas.


“Usted niega ser un gurú, pero es un gurú de gurús. Lo he observado desde su juventud, y lo que usted dice es la verdad que muy pocos comprenderán. Para los muchos, nosotros somos necesarios, de otro modo estarían perdidos; nuestra autoridad salva al hombre simple. Nosotros somos los intérpretes. Hemos tenido nuestras experiencias, sabemos. La tradición es un resguardo, y son solamente unos pocos los que pueden permanecer solos y ver la realidad desnuda. Usted se encuentra entre los bienaventurados, pero nosotros debemos marchar con la multitud, cantar sus cantos, respetar los nombres sagrados y rociar agua bendita, lo cual no quiere decir que seamos enteramente hipócritas. Ellos necesitan ayuda y nosotros estamos para dársela. ¿Cuál es, si se me permite preguntarlo, la experiencia de esa realidad absoluta?”


Los discípulos estaban yendo y viniendo, sin interés en la conversación e indiferentes a lo que les rodeaba, a la belleza de la flor y del árbol. Unos cuantos de ellos vinieron a sentarse en el pasto para escuchar, esperando no ser demasiado perturbados. Un hombre culto es un hombre descontento con su cultura.
La Realidad no es para ser experimentada. No hay sendero que conduzca a ella y ninguna palabra puede señalarla; no es algo que pueda buscarse y encontrarse. El encontrar después de buscar es la corrupción de la mente. La mera palabra verdad no es la verdad; la descripción no es lo descrito.


“Los antiguos han hablado de sus experiencias, de su bienaventuranza en la meditación, de su superconciencia, de su realidad sagrada. Si a uno le es permitido preguntarlo: ¿Debemos descartar todo esto y el exaltado ejemplo de aquellos seres?”


Cualquier autoridad en la meditación es la negación completa de ésta. Todo el conocimiento, los conceptos, los ejemplos no tienen cabida en la meditación. La completa eliminación del meditador, del experimentador, del pensador, es la esencia misma de la meditación. Esta libertad es el acto cotidiano de la meditación. El observador es el pasado, su terreno es el tiempo, sus pensamientos, sus imágenes, sus proyecciones, están atadas al tiempo. El conocimiento es tiempo, y la liberación respecto del conocimiento es el florecer de la meditación. No existe sistema alguno y, por tanto, no hay dirección alguna hacia la verdad o hacia la belleza de la meditación. Seguir a otro, seguir su ejemplo, sus palabras, es proscribir la verdad. Sólo en el espejo de la relación ve usted realmente el rostro de lo que es. El que ve es lo visto. Sin el orden que la virtud trae consigo, la meditación y las interminables afirmaciones de otros carecen en absoluto de significado alguno; son por completo improcedentes. La verdad no tiene tradición, no puede ser transmitida.
Con el sol, el aroma de los guisantes era muy intenso.

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